Ustedes, como es natural, no sabrán quién es
Juana.
Juana es una de esas cocineras en pergamino,
de allá de los tiempos en que se usaba el miriñaque y en que a las señoras se
les llamaba misias, y que aun hoy existe, vieja y coja, pero conservando el
compás de sus buenos tiempos.
Cocinera de señora antigua, cuya misión no se
reduce sólo a preparar salsas ni a confeccionar guisados, sino que cumple con
otros deberes, tales como rezar el rosario con su ama, acompañarla a la novena,
auxiliarla en las faenas de su tocado y hablar con ella, en los ratos de ocio,
de la perversión de las costumbres modernas y de la degeneración de las razas,
estableciendo curiosas comparaciones entre aquellos señores tan gordos y tan
colorados, de chocolate con manguito y dieciséis platos a cada comida, y
nuestros «cerillilas» modernos, de pantalón blanco, panamá y bastón de ángulo
recto.
Pues bien, esta Juana que acabo de
presentarles, prepara un plato que consagro en esta obra con el nombre que
encabeza es la receta, y cuya preparación ha de ajustarse a los siguientes
principios.
Se reduce a picadillo fino una libra de lomo
de cerdo y un cuarterón de jamón.
Se adoba con sal, pimienta y mucho limón.
Se forma con la pasta que resulte unas bolas
que se bañan en manteca de cerdo derretida, envolviéndolas luego en ralladuras
de pan y perejil picado.
Se lía cada una en un papel de barba y se asan
en la parrilla a fuego lento, sirviéndolas después de asadas sin quitarles el
papel.
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