Se coge una rebanada de pan de tres
dedos de grueso, que no sea del día, se cortan cuadrados como para hacer
emparedados, quitándoles la corteza. Con una copa de regular tamaño se hace una
marca y se ahueca hasta la mitad de la profundidad del grueso del pedazo. En
una sartén grande, capaz para contener a lo menos cuatro rebanadas, se pone en
cantidad bastante manteca de cerdo o aceite, según el gusto de cada persona.
Sobre fuego vivo, cuando esté a punto de freír el líquido de la sartén, con
mucha ligereza se echan las rebanadas de pan con la parte vaciada hacia arriba,
y en cada hueco se echa un huevo sin pérdida de tiempó; con una cuchara se va
echando la manteca por encima del huevo. Es fácil de comprender el efecto:
clara y yema de huevo contenidas en el alvéolo del pan se fríen allí dentro,
al par que se convierten las rebanadas en picatostes muy doraditos. Se sirven
muy calientes en fuente redonda cubierta con una servilleta.
20. Huevos
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